domingo, 17 de mayo de 2020


Vajillas, urnas y anatas

Por Santiago Meilán



¿Qué le dio nacimiento al cuenco, a la cavidad, al vaso? ¡No es acaso algo innato a la existencia, algo que se remonta al inicio de los tiempos? Esa fuerza que los crea es la que reproduce el alfarero, una y otra vez, como signo de regreso al barro.



La matriz, el hueco donde se deposita la vida, fue sin duda el utensilio del origen, aquello de lo que se sirvieron las fuerzas del aire, el agua, la piedra y el fuego. Sin el agujero, la cueva o la cigota, la naturaleza no hubiese sido ni siquiera podido ser concebida. La oquedad, el lugar donde se sedimenta la arenilla, la hierba y el agua, dieron inicio a toda historia. El sujeto como artesano recrea ese instante fundador, y hay quienes ven allí un inmanentismo heredado de esa condición primordial de continente, rasgo genético, como queda dicho, de la naturaleza cual opuesto o negación a un cosmos sin chispazo. Esa condición heredada es el motivo de controversia de la historia humana.

Para entonces surge al unísono el grito primal, raíz de la conciencia de ese recipiente que lo desintegra hasta transformarse en poesía, porque el humano no hace otra cosa luego que transportar, en la elipsis de las palmas de sus manos unidas o en refinadas cánulas de cristal, aquello que está destinado a acarrear para su proliferación, mandato o semilla.

¿Qué de ese origen permanece en nuestra relación con las vasijas? ¿Serían ellas posibles sin el convivio del fogón? ¿Ha sido el error del guijarro caído a las llamas en medio de una contienda el desencadenamiento de la memoria de ese origen? ¿Qué de los rastros del artífice de la cuenta, de la bolilla amasada por mero reflejo despertó ese mito del origen del hueco? ¿Cuántos palillos imprimieron a ese primer gesto azaroso del barro que se extrae del cuerpo sudoroso de la pesca su propio testimonio de ese recuerdo? Esa muesca, que fonética la llamará algún día significante, ¿es expresión o creación? Será pictograma, filigrana, ideograma y alfabeto.

Cuando la anfitriona sirve su copa de chicha, aporta su intervención en ese enigma. Extiende esa marca de la creación en una textura del recipiente, y lleva en él los desvelos del alfarero, el poeta de las herramientas.

La herramienta es el primer desenvolvimiento de la vida que abandona su hoyo, será grito, punzón, hebra, nudo, técnica. Eso ya estaba en su camino: será un cincel sobre el ónix, una laja contra el basalto; será pigmento en el agua dentro de los poros de la piedra, la luna sobre la chakra, las estrellas del firmamento. Todo ello ya estaba en su hueco, por eso el sujeto lo rebusca hasta quedarse dormido. El poeta de las manos, antes de haber sido trazo, y el trazo también ya estaba en la copa de chicha, de los labios del sediento se hizo canto y se hizo chaya en un mismo paso, evidente como el hueco mismo, todo ese barro acumulado en el lecho del huaico listo, fue la anata que dura lo que se prolongue la recolección del trabajo, de lo que manda la pacha, y otra vez, la rememoración uterina. Esa flauta de tierra, decimos, como aquel guijarro arrojado nuevamente al fogón será el chispazo. Por qué no.

Luego la cruz del sur en lo alto, el arroyo que cesa su murmullo, las moscas, la cosecha perentoria y las manos que quedaron inquietas. Allí está para quienes dicen que el medio no ha sido el que dio la vida, sino la añoranza esa que queda, que ya estaba allí. Así nace la urna, final recoveco en homenaje a los ciclos, será huaca, o de esta habrá sido, quién sabe, y sin duda, el primer cuenco.







Huaca, seres mágicos y conocimiento

por Santiago Meilán



En las tradiciones religiosas de los Andes existen las huaca, que de alguna u otra manera son una presencia que contradice la idea de continuidad unidireccional que va de la vida hacia la muerte, del caos al orden, de lo salvaje a lo doméstico: en un principio, los astros, el agua, las rocas, las huaca mismas eran humanos. Aquí hablamos de la discontinuidad del saber andino y la ciencia moderna


Movimiento explicativo y a la vez centrífugo de todo animismo, el conocimiento humano de los materiales, de la materia, a diferencia del que se tiene de las huacas, no es una proyección, sino una introyección, un conocimiento profundo e intuitivo de la constitución inorgánica de lo orgánico, estado a lo que lo animado regresa. Las huaca, objeto de adoración por las civilizaciones prehispánicas, no obstante, no tienen una génesis precisa, simplemente son presencias de alguna manera tabuadas, estáticas. Diferentes a los demás elementos del entorno como son las wara, los huaico, los apu, determinados por una dinámica de la que las huaca parecen ajenas. Para el habitante americano, el hombre y todos los demás componentes de la naturaleza son un elemento más de ella, o mejor, existiendo desde el inicio, regresan a ella como un material de la dinámica cósmica.

En el mundo andino se está siempre lejos de considerar el animismo, lo dotado de vida autónoma, con candidez. Una noción velada al interés de la ciencia moderna, que la tienta desde hace mucho tiempo en favor de una ruptura final y desintegración de la idea de objetivismo, la que desde su fundamento le impide considerar el conocimiento pretendidamente animista, rabajándolo a un estado precientífico; porque la ciencia positiva en su asepsia necesita la negación de la conciencia de la contingencia humana, buscando reducir al máximo la imprevisibilidad con la que caracteriza a lo vivo.

Formulaciones de una ciencia primitiva, pero no por ello “precientífica”, donde las huaca juegan su papel, pueden estudiarse en la arquitectura precolombina, en los desarrollos agrícolas, en el conocimiento de la tierra en tanto kaypacha, lo terrenal, donde del mismo modo aquello que se niega en todo conocimiento científico positivo, es decir, el sujeto de conocimiento que se halla implicado, es por necesidad también una existencia imprevisible. Vemos en ello una necesaria negación del antropocentrismo, una discontinuidad, entre las vertientes, y entre el objeto de estudio y el sujeto que no ya lo estudia, sino con el que convive, comparte y atraviesa el chispazo que dura su paso por ese plano terrenal. A la vez, vemos esa continuidad/discontinuidad, como decíamos, cuando el hombre es la medida de todas las cosas, cuando el mundo material se divide en orgánico e inorgánico, y a la vez cuando lo biológico está compuesto también por materia inorgánica organizada de tal modo que resulta algo semejante a organismo, como las huacas; lo vemos en las fábulas, cuando los animales hablan (Leroi-Gourhan, 1971, 215) y aunque no hablen, la continuidad sigue en la domesticación, cuando sin aquella sería absolutamente imposible hacer abandonar el salvajismo de algunas especies, adaptar una especie a un fitosistema, es decir, mejorar un sistema digestivo del ganado sin utilización de laboratorios geneticos. Y lo vemos finalmente en la humanización de la naturaleza salvaje como también en el “animismo precientífico” presente en la explicación suficiente de lo desconocido.

En Argentina contamos con un trabajo de Elena Bossi muy importante, el de los Seres mágicos que habitan la Argentina. En él, Bossi recupera tal vez la tradición más completa en torno a un número pequeño de seres mitológicos locales, es cierto, y en el que sin embargo no se limita a mencionar los aspectos conocidos de sus respectivas leyendas, sino que después de un trabajo exhaustivo, da la profundidad merecida a los seres que allí refiere. Podría pasar por un libro infantil, pero creemos que se trata más bien de un trabajo de cosmovisión telúrica.

Por ello terminaremos con la narración de algunos de esos seres, que aquí ascienden al rango de explicación popular de temas que la ciencia, en especial relación con las técnicas agrícolas, aún no colonizó con sus explicaciones:

Primero el ucumar, es un oso que vive en zonas altas del norte argentino, no es un ser mitológico, el ucumar existe como especie, y son sus costumbres las que lo unen al humano, puntualmente su obsesiva costumbre de raptar ganado, no con el fin de sacrificarlo, sino para esclavizarlo con sus cuidados: los alimenta, los lava, los transporta. El mito habla de la misma costumbre ejercida contra humanos, a quienes atemoriza cuando se les aparece, observándolos y peinándose con sus garras.

En segundo lugar, la mulánima, de la que desconocemos narraciones en primera persona, pero que según cuentan, se trataría de una mujer perdida que busca a sus hijos bastardos, concebidos con el cura del pueblo. Sale de noche, ataca a las mujeres en primer lugar, y también, al ganado.

Luego, un ser doble: el duende y el coquena. Unidos en algún punto por su aspecto y por sus carácteres irreverentes; en realidad sus indisciplinas logra ahuyentar de peligros tanto a los humanos como al ganado. En su versión de Coquena, es directamente defensor de arreos, pero ambos provienen de distintos orígenes, el duende es un no nato, el Coquena es un humano que ha sido engañado y al que le han robado sus cabras (llamas) y por eso cuida los lugares de pastoreo.

Como las huacas, como el mal aire, esas presencias sin cronología ni historia, se asientan en el lugar en que la ciencia occidental no logra borrar del todo a su sujeto humano.